Me despertó el latido amenazante del reloj, con la sensación de habersido vencida por el destino. Las cortinas abiertas de la ventana mostraban un amanecer envuelto en una niebla blanda, que dejaba churretones húmedos en los cristales. El día prometía gris con mucha agua.
Mientras dejaba pasar indecisa unos minutos, sentí como las alas del – todavía – presente sueño rozaba mis párpados, y me abandoné a las imágenes que trae siempre la palabra lluvia, tan cerca de mí y tan constante. Lluvia que se había presentado doblada en dos: llanto, letanía triste, zumbido lacerante; temor, repetida sumisión, hasta tener que ganarse su presencia. Silencioso roce frente a una fuerza dominadora que destruye, inundando exigente nuestros deseos, que se impone engendrando contradictorias vidas.
Siento muy cerca la palabra lluvia, abriendo camino, disipando la niebla que su presencia lleva consigo. Yo, más que dejarme rozar me entrego a ella. No hay elección posible. Antes de despertar me impone con frecuencia su presencia, silenciosa o impulsiva, mansa, también alegre, o esbozando futuros inciertos, sin olvidar la vida que empieza en ella. Imágenes que me hace llegar hasta hacerme ver que la lluvia, al igual que la felicidad, recoge diferentes frutos de su siembra. La lluvia, siempre contradictoria, siempre presente.
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