lunes, 30 de junio de 2008

Una mirada a Rotterdam



Llueve lento esta mañana en la que hasta el verde tiene un aire cansino. Lo único que muestra prisa es el paisaje cuando lo veo pasar a través de los cristales sucios del tren. Lo que abarcan mis ojos tiene la monotonía displicente de un estribillo repetido a lo largo del trayecto: árbol, pueblo, iglesia, más árboles, otra casa, y agua, siempre el agua hecha costumbre para la vista. Así, una y otra vez, hasta llegar a la meta de mi viaje de hoy: Rotterdam, nombre con vocales cerradas y fuerte acento como sello de los que viven en ella; de buena raza y personajes de nombre. Una ciudad distinta, que no se inmiscuye en las turbulencias del turismo. Ave Fénix que resurgió del fuego, ahora dotada de modernos diseños y atributos. Deseada y conquistada en su tiempo por españoles aventureros, y franceses de Napoleón. Y todavía siguen llegando nuevos conquistadores de fronteras y capital, y todos los que buscan algo más que un simple encuentro o una visita a uno de esos "coffee-shops" o al Euromast.

Sigue lloviendo lento esta mañana: es una lluvia silenciosa, que no se concede pausas. El estilo tradicional de la ciudad la admite sin reproches; está acostumbrada a la humedad constante del Delta, y nadie parece temer enfrentarse a la lluvia a pesar de que roba el paisaje y empequeñece el horizonte. Tampoco a mí me impide seguir -esquivando paraguas y tranvías que chirrían irritados- con el ritual de encontrar las imágenes que conocí en aquel tiempo. Por eso, ¡qué me importa la lluvia si no se lleva ningún retazo de los recuerdos! Hoy es algo más que me acompaña para poner el acento de autenticidad a este regreso.

Justo a tiempo. La memoria no es de naturaleza fiel y me engaña con nostalgias que cambian con la misma frecuencia de esta lluvia que me acompaña. Pero hoy es todo real como era el itinerario el día que llegué y que yo recupero, mientras las imágenes se van haciendo tangibles en el ambiente burbujeante, marchoso, de esta ciudad que ha tomado buena nota de las heridas de su pasado. Una circulación ordenada me trae a la realidad del día hasta que tomo de nuevo las riendas del presente: su contorno, la arquitectura, el trazado de las calles, la cultura, el arte, los monumentos, los parques -diferentes en trazado y estilo- y un puerto activo que le dota de aromas y sabores; todo como muestra de su carácter esforzado, en donde apenas puedo imaginarme que en otros tiempos algún café de época o un esforzado molino se asomara a las aguas interiores de la ciudad.

Snert, la auténtica sopa de guisantes holandesa




Para empezar, la palabra snert no me gusta nada. Según el diccionario holandés-español significa también basura, desecho, suciedad. Por eso me extrañó tanto de que le dieran este nombre a una sopa. Pero tiene que ser el color verdoso, o su consistencia pastosa, -que no le hace muy atractiva a mis ojos- el origen de esta denominación. La sopa es un ejemplo comestible de lo que es la cocina holandesa: sencilla, pero nutritiva. Estas dos cualidades se dan muy bien en la sopa de guisantes. Recomiendo tomarla en el invierno; no hay nada mejor que una taza de esta sopa después de una tarde de frío, cuando regresas de patinar en los canales.

Para comprobarlo no hace falta más que te decidas a poner en práctica la siguiente receta:

500 gramos de guisantes
1 trozo de jamón (con hueso)
100 gramos de tocino (preferentemente con corteza)
1 salchicha ahumada
2 cebollas grandes, cortada en trozos que no sean muy finos
1 zanahoria grande
2 puerros
1 apio
1 manojito de hojas de apio
2 patatas
pimienta y sal a gusto
2 litros de agua … para empezar
pan y algo de tocino ahumado en lonchas

-Después de hechas las compras e instalada en la cocina, lava los guisantes en un colador. No tienen que estar en remojo.

-Pon a hervir en una cacerola grande abundante agua. Añades los guisantes, el jamón con el hueso y el tocino. Está atenta. Cuando empiece a hervir ves limpiando el agua con una espumadera. Después de unos minutos quita ese agua y pon de nuevo a hervir los guisantes, el jamón y el tocino en agua limpia. La salchicha todavia tiene que esperar su turno.

Mientras los guisantes y la carne se van poniendo tiernos, empieza a preparar las verduras. Pela el apio y las patatas y los troceas. Raspa la zanahoria, cortála a lo largo por la mitad, y ambas partes las cortas de nuevo en trocitos de forma que vayan saliendo medias lunas. Corta los puerros a lo largo tambien (la idea es que de ellos hagas una especie e brocha o borla). Lavados y escurridos volverás a cortarlo en trocitos de medio centímetro. ¿Me sigues todavía? … Toma una pequeña pausa, o ten cerca de la mano una copita de vino para entonarte.

A continuación añades las verduras que ya tienes preparadas en la cacerola y deja todo cocer hasta que los guisantes estén tiernos (de hora y media a dos. Los guisantes tienen que romperse)

El siguiente paso es sacar la carne de la cacerola y quitar los huesos. Es un trabajo que requiere tu atención. Trocea la carne delicadamente, quita la corteza del tocino –si todavía está adherida- y corta el tocino en cuadraditos. Pon la carne de nuevo en la cazuela (no lo vayas a olvidar). Lava el apio, las hojas puedes cortarlas muy finas con unas tijeras. Nos falta la salchicha … ¡añádela ahora también a la cazuela con el apio que acabas de cortar! Prueba. Sal y pimienta a discreción.

Ahora viene el secreto de esta receta. En esos momentos aún no ha espesado la sopa. Quítala del fuego y déjala tapada hasta el día siguiente. Te encontrarás entonces un verdadero potaje. Para tomarla debes calentarla a fuego muy suave, con el movimiento continuo de una cuchara para que no se pegue. Sírvela con la salchicha cortada en rodajas no muy gruesas y pan tostado. Otros prefieren pan de centeno con las lonchas de tocino.
Un consejo personal: no la tomes en los primeros meses del embarazo si tu estómago no está hecho a la idea. Los resultados pueden ser catastróficos; lo digo por propia experiencia.

(fuente : www.coquinaria.nl0

Las tentaciones de una cocina



Los holandeses no son esclavos de la cocina y comen para vivir. Son pocas las horas que dedican a algo tan rutinario como es el comer. Quizás sea su herencia calvinista lo que determina esta condición. Sin embargo, hay una circunstacia en el año cuando parecen darse cuenta que este principio no está reñido con el poder gozar del placer que les ofrece un buen plato, y dejan a un lado los arenques crudos, las patatas guisadas, la sopa de guisantes y tanta comida asiática e importada. Sin lugar a dudas el momento culminante en el que se muestran un algo alquimistas entre sartenes y cacerolas es el día de Navidad. Para esta ocasión el holandés olvida su mesurado carácter y se entrega a las tentaciones que le ofrece el arte de cocinar, con un derroche al que no nos tiene acostumbrados. Sobre la mesa este día habrá una muestra de lo que son capaces, sin detenerse en el tiempo que le exige su elaboración. Carnes y pescados son tratados con la percepción del artísta, que los dota de sabores, oleres y texturas como si una propia obra pictórica fuera.

Pero además de los clásicos de siempre, estará lo que es típico de estas fechas en Holanda y que es una muestra de su dedicación a lo dulce: mazapán de colores y galletas de chocolate para colgar en el árbol, y el pan de Navidad relleno de una pasta de almendras y pasas. Y como capítulo aparte, los oliebollen en Nochevieja y Año Nuevo, buñuelos de aceite que llevarán también pasas y trocitos de manzana o jengibre. Todo holandés que se precie, sabe poner en práctica esta receta que exige destreza y tiempo. La masa de harina, huevos, leche y levadura debe de reposar antes de freir en aceite bien caliente. Con la ayuda de dos cucharas se van haciendo bolas que dejaremos tomar color en el aceite. Se les deja escurrir y se espolvorean con azúcar lastre. Una buena bandeja de estos oliebollen no deben faltar en ninguna casa holandesa la noche de fin de año, a la que se le dará un sitio privilegiado y al alcance de todos, mientras se espera a que den las doce en el reloj.

De arenques y otras cosas



Por si era poco cuando llegué a Holanda tuve que acostumbrarme - además del idioma, la cultura, el clima y la gente - a la cocina y sus menesteres, entre ellos la comida holandesa.Ya hablar de esto da pie a un sinfín de comentarios, más o menos sentidos, de compasión y lástima. Sin embargo la cocina en Holanda existe - ¡vaya que existe! – de eso no tengas la menor duda. De ahí que no pase desapercibida, no importa la impresión que produzca. La verdad es que el enfrentamiento con ella es demasiado fuerte y las consecuencias pueden ser desastrosas. Por un lado puedes llegar a ser un excelente representante de la abundancia holandesa, o por el contrario eres la envidia de todos los buscadores de una perfecta linea.

Pues bien, ahora voy a abrirte los ojos. Todas estas críticas no tienen ni pizca de fundamento. La comida holandesa es abundante, grasa y consistente, y podría decirse que variada. Esto último necesita una pequeña aclaración geográfica. Imagínate: divide Holanda en dos partes por una raya horizontal. Los habitantes de por encima de la raya son sobrios y fríos, son y viven como parcos calvinistas; los de la parte de abajo exuberante católicos y sibaritas. Estas diferencias tan marcadas se notan de igual manera en las comidas, pero hablar de esto sería ya en sí un tema largo. Lo que sí tienen en común es el poco tiempo que dedican a cocinar. Si se come a las seis de la tarde, será para las cinco cuando empiecen a hacer intenciones de ir a la cocina. Ese escaso tiempo no da para muchas florituras, así que tienen el plato ideal: el "stamppot", guisote holandés con verdura y patatas machacadas. … (Hablando de patatas: es el primer elemento en la cocina holandesa. Una muestra es el cuadro "Los comedores de patatas", de Vincent van Gogh)

El truco está en machacar las patatas con con un "stamper" (según el diccionario: apisonador, machacador) y mezclarlas con la verdura. Una variante es hacerlo en tu propio plato con un tenedor. Una vez conseguida la masa adecuada, haces un hoyito y le pones una cucharada del jugo donde la carne se ha ido haciendo, generalmente mantequilla o margarina derretida. Hay muchas opciones. Uno de estos guisos, el "hutspot" (puchero, revoltijo) de ternera, cebollas, zanahoria y, por supuesto, patatas, es de origen español. Parece ser que durante el asedio de Leiden por los españoles (durante la guerra de "los ochenta años"), estos disfrutaron de lo lindo preparando este manjar. Aún hoy día se celebra la fecha de Liberación, el 3 de octubre, con este suculento plato. Otras fuentes nombran el arenque con pan blanco.

Precisamente, lo que a los holandeses les da fama fuera de sus limitadas fronteras es el arenque. Para unos es una abominable costumbre, y para muchos, el deslizar en la boca de ese arenque, despacio, balanceándose en la mano, bautizado en cebolla muy picadita, es el no va más del placer. Francamente, comprar en un puestecillo en la calle ese pescadito, y cogido de la cola, introducirlo sin vergüenza en la boca es el disfrute. Durante todo el año se pueden encontrar arenques frescos, pero es a mediados de junio cuando alcanzan su máximo contenido en grasas. Según es tradición, el primer arenque de la temporada se le entrega a la reina.
Para asombro de los holandeses, cuando me ofrecieron uno de estos pececillos, compartí con ellos la aficción. Lo que no pude evitar fue la expectación que trajo mi primer encuentro con ellos. Y es que no es fácil, hagan la prueba: un arenque de aproximadamente 23 cms., póngale las cebollitas por encima, y cogiéndolo de la cola traten de introducirlo en la boca. Se precisa una mano templada, una nuca ágil y del tamaño de la boca no digo nada. Os reto a que vengáis a experimentarlo …

La fiesta de San Nicolás








El día 5 de diciembre llegó a Holanda uno de los personajes más esperados por los niños holandeses, que tiene por nombre San Nicolás. Este anciano de largas barbas blancas, del que se calcula que vivía en el año 343 de nuestra Era, que según la tradición es de origen turco, tiene su domicilio durante el resto del año en la capital de España. Allí espera para ponerse en camino y llevar los regalos a los niños el dia 5 de Diciembre. Pero San Nicolás no vive solo. Le acompañan un grupo de "Zwarte Pieten", ayudantes negros, que son los que se encargan de hacer las compras de juguetes en los grandes almacenes de Madrid. Desde principios de noviembre podemos ver aquí también como las tiendas se van preparando para la visita del santo y poco a poco vamos encontrándonos con algún que otro "Zwarte Piet", seguramente enviado de antemano por San Nicolás, para que vaya tomando buena nota del comportamiento de los niños durante el año.

El dia 5 por la mañana, San Nicolás, llamado popularmente Sinterklaas, que viaja en barco de vapor desde España, hace su entrada oficial en la ciudad. Esta suele diferenciar cada año. Desde muy temprano, sin importarles el tiempo que haga, -por regla general hace un frío que pela-, van llegando al punto de amarre, multitud de niños acompañados de sus padres, clases enteras con sus profesores al frente, bandas de música, etc. Ataviados con gorritos de papel y agitándo banderitas los niños esperan impacientes la llegada del barco, entreteniéndose con canciones dirigidas al santo y gritadas a todo pulmón, con el anhelo que sean escuchadas. La expectación aumenta por momentos. En el sitio de llegada se ha reunido una gran cantidad de niños que con el aliento contenido, por la emoción o por el frío, y sus miradas reflejando la nerviosidad, tratan de divisar el barco. Entre ellos se encuentra el alcalde, en completo ornato, que será el que le dará la bienvenida.

Por fín se acerca la embarcación. Tiene el nombre de su procedencia: Madrid. Y va adornado con banderitas españolas y holandesas. Una vez desembarcado, San Nicolás montará en su caballo blanco -de nombre Américo- que le llevará a través de las calles de la ciudad hasta un podio levantado delante del Ayuntamiento, donde recibirá además de la bienvenida en palabras del alcalde, todas las cartas que los niños le escribieron con sus deseos. Todo esto alegrado con las canciones cantadas a grito pelado. Durante el resto del dia, como es de suponer, es difícil contener en los pequeños la impaciencia.

Por la noche, después de la comida, que se hace como siempre para las seis de la tarde, la familia se reune esperando, los niños ya han colocado sus zapatos al lado de la chimenea o en las ventanas en caso de no tenerla. También zanahorias, paja y agua para el caballo. Los regalos los lleva San Nicolás, ayudado por los traviesos negritos. El Santo, a pesar de su edad, se subirá al tejado con caballo y todo, para echar los regalos por la chimenea, cosa bastante peligrosa en ésta época del año. Otras veces, seguramente por miedo a un resbalón, es en la puerta de la casa donde, tras un fuerte golpe, deja el saco lleno de presentes. Es en este saco donde se les dice a los niños que San Nicolás se los llevará a su vuelta a España, si son malos.

Los regalos vienen envueltos en papel y dirigidos personalmente a cada miembro de la familia. Así no hay equicocación. Y cada uno deberá leer la poesia que se supone escrita por San Nicolás o alguno de sus ayudantes y que acompaña cada paquete. En ella se ensalza, se regaña o se comenta cualquier cosa que se relacione con el destinatario, como puede ser su comportamiento en casa, en el colegio, sus preferencias, sus habilidades, lo que ha hecho bien o mal durante todo el año. Mientras los paquetes se abren y cada uno espera [pacientemente] su turno, se hace buen uso de todas las golosinas que son típicas por estas fechas, speculaas [galletas de almendras], taai-taai [galletas algo blandas en forma de muñecos], pepernoten [galletitas chiquitinas y redondas], "regado" con anijsmelk [leche anisada], sin olvidar las letras de chocolate.

Y yo, a pesar de los años que llevo aquí, aún no se muy bien por qué San Nicolás llega desde España. No he recibido una respuesta satisfactoria a mis preguntas. Quizás tiene que ver con el hecho de que San Nicolás era el protector de los navegantes. Holanda era conocida en el siglo XVII por su navegación. Puede ser que la tradición empezara por el contacto con los navegantes españoles. También se puede aclarar el motivo de los ayudantes negros: los moros dominaron España durante algunos siglos. Pero otra explicación más popular es que andan entre chimeneas y que no tienen tiempo después para lavarse. El caso es que cuando mis hijos eran pequeños e íbamos de vacaciones a Málaga, hacíamos noche en Madrid y al ver a lo lejos el Palacio Real se lo mostraba diciendo: ¡Mirar allí!, ¿veis ese magnífico palacio?! … Es donde vive San Nicolás mientras está en España! … y habia que verles sus caritas emocionadas.

La nacionalidad holandesa


Las campanas no tocaron por mí, ni tampoco se vistió de gala la ciudad que ya conozco desde tanto tiempo, pero el alcalde sí me felicitó al entregarme, con un leve tinte oficial y de una manera eficiente, mi nueva nacionalidad. Desde ahora puedo escoger cuándo quiero ir por la vida como holandesa o como española. ¿Ventajas? No más de las que ya tenía al casarme con un holandés, si exceptuamos el poder votar que como extranjera me estaba vetado. La única concesión exigida para tener derecho "a los papeles" era el llevar a buen fin el proceso de integración: dominar el idioma y tener conocimiento de lo que es Holanda y las costumbres y modo de vivir, cosa que –después de más de treinta años de estar aquí- tengo más que trillado.

Sin embargo, ya no es todo como era en el tiempo en que yo llegué a este país conocido por su lucha contra el agua, por los canales y lluvias, por sus molinos y pintores. Aunque en el fondo siga siendo el mismo, poco a poco voy viendo desaparecer la Holanda que conocí durante mis primeros años, diferente y llena de sorpresas, mientras que ahora hace gala de una imagen menos concreta pero más reconocible en el diversificado color y lengua de su gente. Todavía se encuentran algunos de esos holandeses de una galleta en el café, el drop*, la croqueta y el prakje*, pero es la mayoría la que conjuga en el presente su historia, y extiende con precaución sus límites ante las nuevas tendencias de los que empiezan un camino en esta geografía aún desconocida para ellos.

Todos los comienzos son difíciles, todos los caminos tienen un destino. Para alcanzarlo se recorren no sólo tramos embarrados de complicado alcance, sino también amplios senderos y fructíferos campos de sueños llenos de vida -todo un caminar estratégico- mientras se memorizan nombres, lugares, costumbres, situaciones. Así, después de haber superado los tramos proyectados, después de conocer los comportamientos, de entender el carácter, después de formar parte de un todo, un día te despiertas despojado de prejuicios y ya no sientes lejano el paisaje, ni te pone límites el idioma. Estás en casa, y se te hace difícil abandonar el regazo familar de lo que para muchos es su tierra prometida, sin que por esto olvides que es en otra donde está tu verdadera identidad. Reconocerlo puede que te haga entrar en conflicto, pero esto ya pertenece a otra historia.

De cumpleaños





Todo tiene su tiempo, todo necesita su lenguaje; también se necesitan ambas cosas para intimar con un paisaje, con un país. Así que, cuando llegué aquí, seguí lo que me propuse: ver el lado positivo de una situación aún sin programar y hacer todas las cosas que eran diferentes un poquito mías. Ese impulso ha dado buenos resultados y todo lo que tenía Holanda de extraño, de desconocido, es ahora complicidad y comprensión. Sin embargo, los holandeses no dejan de asombrarme con algunas de sus costumbres y comportamientos. Entre uno de éstos está su entusiasmo por el color naranja y por colgar en las fachadas de sus casas la bandera nacional. La he visto a media asta el día de los muertos en la II Guerra Europea, la he visto alegre ondear abanicada por el viento el día que celebran la liberación de los alemanes; la veo con frecuencia al final del curso para festejar la entrega del diploma ... Y la veo también en todas las calles, en todas las fachadas, todos los años el 30 de abril en el cumpleaños de la reina Beatriz. Esta vez acompañada de una cinta naranja, símbolo de la Familia Real.

Ese día tan especial, con aires de tímida primavera, empieza con un mercado libre, un variopinto rastro en todas las ciudades holandesas, siendo el más concurrido y nombrado el de Amsterdam. Ya desde el comienzo de la noche anterior van llegando los primeros vendedores que quieren tener la seguridad de conseguir un sitio preferente. Mayores y niños colocan su mercancía sobre una manta en el suelo y tratan de vender todo lo que encontraron al hacer su limpieza anual en el desván de su casa. La mitad de los holandeses vende sus trastos a la otra mitad. ¡No he visto nunca tantos cachivaches juntos!

El punto culminante de la jornada es la visita de la Reina –que luce como es su costumbre un deslumbrante sombrero- a una o dos ciudades, cada año diferentes. Hay un itinerario engalanado con banderitas y adornos en naranja: globos, lazos, guirnaldas, incluso refrescos y tartas son de ese color para no desdecir el nombre de los Oranje. Por todo el recorrido que hace la reina, acompañada de su familia y del Alcalde de la ciudad, hay puestos donde se exhiben trabajos artesanos, se hacen juegos, bailes, todo acompañado con música y el grito cantado, al paso de la Reina, de ¡Arriba Oranje!, ¡Arriba Oranje! y ¡Viva la Reina! La verdad es que pocas veces se ve tanta animación en las calles. Los holandeses disfrutan de este día libre que muchas veces se ve amenazado por el mal tiempo pero, a esto ¡ya están también acostumbrados!

Hasta aquí el cumpleaños de la Reina, porque, en lo que toca a los de casa, los nuestros son de una manera diferente aunque también al estilo holandés. En mis tiempos en Málaga no era muy aficionada a celebrar el cumplir años y los cambiaba con gusto por el día del Pilar, hasta que llegué a Holanda donde no hay santos y tuve que cambiar el calendario. También en esto de las celebraciones vi que eran diferentes.

Para empezar, hay que conocer un detalle de las casas holandesas. En ellas, además del cuarto de baño general existe otra habitación, más bien un cuartito de un metro cuadrado escaso con un wc y un lavabo pequeñín, a donde son dirigidas las visitas cuando necesitan aislarse unos momentos. En estos minusculos apartados, [también usados por los miembros de la familia] a las que aquí le dan el nombre de "toilet", cuelgan -preferentemente detrás de la puerta- un calendario donde anotan los cumpleaños de familiares, amigos y buenos vecinos, y a todos aquellos que acostumbran felicitar. De esta manera, diariamente puedes estar al tanto de las fechas de cumpleaños sin olvido posible y, además, entretienes esos momentos en que estás ahí sentado……..

El cumpleaños se celebra en casa. Algunas visitas suelen venir también por la mañana, a la hora del café a eso de las diez; otros llegarán por la noche para las ocho y media. Se empezará con café y tarta, repitiendo una o dos veces y acompañando cada taza de café con un bombón, o se pasa la caja de galletas cerrando y retirando la caja a continuación. No vaya a haber un descuido ... Esto está a cargo de la señora de la casa. Una vez retirado el servicio del café, llega el turno del caballero de encargarse de las bebidas fuertes. Por supuesto que lo necesario para satisfacer el estómago vuelve a correr por cuenta de la mujer. Todos estarán sentados alrededor de la mesita baja y así pasarán la noche. Una cosa muy curiosa es que no sólo el homenajeado es felicitado sino también el resto de la familia, amigos e incluso vecinos que estén presentes, bien dando la mano o besando. En este caso, no hay que olvidar que deben ser tres besos, si se olvida uno se corre el riesgo de quedarse con la mejilla tendida a la espera de no sé qué. Con los regalos no se complican mucho. Es costumbre que hagas saber tus preferencias, para lo cual ya se habrán informado preguntándote con antelación si tienes una lista con tus deseos.

Esta manera de celebrar el cumpleaños cambia cuando lo que se celebra es el 50 aniversario. Al llegar a esta edad se dice que "se ha visto a Abraham o a Sara", según sea un cumpleañero o cumpleañera. Al acercase la fecha, los vecinos – los que te distingan con su amistad - hacen un muñeco del tamaño de una persona al que adornan con detalles que reflejen algo del festejante, bien en la manera de vestir o algo relacionado con sus aficiones o trabajo. Este muñeco que colocarán en la puerta de la casa, en la terraza o en el jardín a la vista de todos, quedará allí durante unos días, para deleite de los pasantes.
Como muy bien podréis comprender, cuando se acercaba el día tenebroso en que cumpliría 50 años, procuré correr un tupido velo sobre la fecha de mi cumpleaños. No estaba dispuesta a correr el riesgo de que me plantaran una muñeca, vestida de gitana, con peineta y palillos, con un cartel de "Viva España" en el jardín de mi casa.

El agua mansa



Después de mis experiencias con la gente, el idioma, el frío, las bicicletas, y muchas otras cosas, es más fácil dejar de sentirme en tránsito y entregarme a esta tierra que desde hace tiempo convertí en mi hogar. He aprendido a reconocer colores en la niebla, a enfrentarme con otros hábitos, sabores y sonidos y me he convencido de que el calor no está en el aire sino en el corazón de la naturaleza, aunque esta sea voluble y tenga ráfagas caprichosas. Así ocurre que aunque no calce zuecos me gustan los arenques, el queso, el puré de manzanas y ver las vacas pastando tranquilamente en el verde.

Si me preguntan por algunas de las cosas que distinguen a Holanda siempre pienso en dos: que llueve mucho y que está bajo el nivel del mar. Ya lo dice su nombre: Nederland, neder-bajo y land-país. Así que se reune todo, mucha agua, mucha gente, pero poco sitio: 450 habitantes por km2. Del mar se protegieron construyendo diques, y para hacerse grande encontraron la solución en los polders, extensiones de terreno ganadas al mar. Los diques son los que contienen esa agua en su sitio. La mayoría están en el norte y el oeste del país. El terreno en los polders es completamente diferente al resto del paisaje holandés: los caminos son rectos, los árboles están también en filas rectas, no hay bosques, y si quieres llegar a uno de ellos siempre tienes que pasar por un dique.

He comprobado lo orgullosos que se sienten los holandeses de la persistente lucha que mantienen durante siglos contra el agua. Aunque yo más bien creo que tienen una relación amor-odio que van arrastrando desde tiempos inmemorables. Principalmente porque, a pesar de los problemas que les da desde siempre, también tienen que agradecerle su existencia. El mar les dejó arena con la que se formaron dunas que hiceron de barrera protectora del país, también el mar les trajo prosperidad ya en la Edad Media con el intercambio comercial, y hasta el siglo pasado el transporte por agua tenía una gran importancia. De igual necesidad eran los ríos, suministro de agua para la agricultura y los habitantes.

Por lo tanto Holanda tiene mucho que agradecerle al agua, y también a los diques que les sirvieron de defensa. En cierto momento durante las dos últimas guerras europeas tiraron parte de algunos diques para provocar inundaciones y así evitar el avance de los ejércitos. Sin embargo, Holanda las ha sufrido y bastante graves al romperse esos diques con fuertes mareas y tempestades que dieron por resultado grandes castástrofes. Así en febrero se recuerda lo que se conoce como el Desastre de 1953. En aquel año, del 31 de enero al 1 de febrero, las olas del mar destruyeron unos 187 kms. de diques. En algunos sitios el agua subió tan alto que sobrepasó en altura a la de ellos, y al día siguiente la marea arrastró 1835 personas y unos 30.000 animales, que perdieron la vida. En total 153.000 hectáreas de terreno quedaron bajo el agua. Después de esta tragedia se puso en acción el plan Delta, construyendo nuevos diques y presas, reforzando y haciendo más altos los existentes y así dominar o hacer que la probabilidad de que ocurra lo mismo sea lo más pequeña posible.

Lo primero que vi al llegar a este país aquel verano del 73 fue el agua, muchos y alegres canales llenos de vida con toda clase de embarcaciones y gente que disfrutaba de un tiempo que no se prodiga con facilidad. Los holandeses sienten por el agua un sentimiento que les somete, porque lo que es cierto es que sin agua y sin inundaciones no habría diques ni polders y sin diques y polders no podría existir los Países Bajos. (foto:Parool.nl)

De las delicias del frío



Elfstedentocht: maratón sobre hielo en las Once Ciudades, en Frisia

Despues de todos estos años de lucha con el idioma holandés, la palabra "frío" me sigue produciendo extremecimientos y a pesar de sus intentos de conquista con imágenes de paisajes nevados, el chisporroteo alegre de chimeneas, bufandas y guantes de suave y cálida lana, no termina de seducirme. El invierno fue una de las asignaturas necesarias en mi proceso de adaptación al país e hice todo lo posible para pasar airosa la prueba. Ahora sé lo que es quitar el hielo del coche, andar por calles cubiertas de nieve, llevar los niños con trineos al colegio, hasta poner calcetines sobre los zapatos y botas para no resbalar, y aunque sea experta en eso no creo que me acostumbre del todo.

Lo que sí me fascina es el fanatismo de los holandeses por el hielo. Ya desde pequeñitos aprenden a patinar. En las pistas de patinajes existentes ves muchos niños intentando mantenerse erguidos sobre sus patines, cosa nada fácil, si consideras que están en equilibrio sobre unas cuchillas. Los pequeños aprendices se ayudan de todas las maneras y con los más diferentes objetos: un taburete, una silla, una tabla o, simplemente, cogidos a la mano de sus padres. Quizás mis hijos por eso de llevar el 50 por ciento de mis genes no han sido nunca entusiastas de este deporte, aunque me tocara llevarlos a las lecciones de patinar.

Sin embargo, por encima de las pistas artificiales, la preferencia está en el patinaje sobre el hielo natural. En aguas poco profundas no se necesitan más de unas noches de buen frío para quedar heladas. En ríos, canales y acequias es preciso que el frío sea persistente y se prolongue suficiente tiempo hasta conseguir una espesa capa de hielo y no se necesita que pasen muchos días con temperaturas bajo cero, para que vaya calentándose el ambiente y ya tenemos a la gente en espera anhelante al surgir la pregunta clave de cada invierno: ¿se correrá el maratón sobre hielo de "Las once ciudades"?

Este maratón de patinaje se efectúa en Frisia. Esta provincia está situada en el norte de Holanda, y sus lagos y canales la hacen ideal para el recorrido de 200 kms. sobre hielo, a través de once ciudades. En los últimos 25 años sólo tres veces pudo ser efectuado ya que deben de coincidir una serie de circunstancias que hagan posible el recorrido de todo el trayecto, sobre un hielo de un espesor entre 13 y 15 cms. En el siglo 20 han sido quince las veces que se dio la señal de salida. La última en 1997, con 16.000 participantes y una duración de 6 horas 49 minutos por el ganador, que comparándolo con el primer maratón organizado, en 1909, en el que participaron 23 corredores y un tiempo de 13 horas y 50 minutos para el primer llegado, demuestra el aumento del interés y el perfeccionamiento del recorrido.

Para describir el ambiente faltan palabras. Hay que vivirlo. Ya desde la madrugada, incluso la noche anterior, se ha desplazado gente de todos sitios en Holanda, tambien de fuera, para asistir a la carrera. A lo largo del recorrido hay una multitud de espectadores esperando ver el paso de los corredores, soportando temperaturas muy bajas y en ocasiones un tiempo desapacible de viento y nieve que se intenta de combatir con sopa de guisantes y la animación de bandas de música. La señal de partida se da a las 5,30 de la mañana. A lo largo del trayecto hay diferentes puntos donde el participante deberá sellar su tarjeta de inscripción, como una especie de camino de peregrinaje. La meta se cierra a las 12 de la noche, dándose por terminada la carrera. Todo el que llegue después no recibirá la crucecita de plata que le acredita su participación. Para éstos será una desilusión que les durará toda la vida.

En el tiempo que llevo residiendo en Holanda solo se han podido organizar tres maratones por falta del hielo adecuado. Lo que significa que cada uno de los años que no se ha realizado hemos tenido todo el proceso de espera e ilusión para terminar en desengaño. La primera vez que oí hablar del Elfstedentocht me cogió de sorpresa el fanatismo que sienten los holandeses con sólo nombrar la palabra. Con la experiencia de los tres maratones vistos tengo que reconocer que es como una clase extraña de fiebre que contagia a todos, incluso a aquellos que –como yo- el frío es una asignatura pendiente. (imagen:Frieslandimages)

domingo, 29 de junio de 2008

Paraíso de bicicletas




A estas alturas los capítulos de mi historia están en un mismo plano, sin distinción de fronteras y nacionalidades. El tiempo les ha ido dando fijeza y contornos apacibles, suavizadas las diferencias. Ahora todo se encuentra cercano, sin ocultar sorpresas repentinas ni paisajes sin descubrir. Aunque ... ¿es verdad esto, he hecho ya mía todas las costumbres, símbolos y tradiciones de este país, me he adaptado a los horarios, doy al idioma la justa interpretación? ... Es conveniente comprobarlo. El mejor resultado llega a través de las experiencias y reacciones de los que vienen de fuera a visitarnos, que sirven como catalizadores de mi propia adaptación.

Uno de estos días hemos hemos ido con amigos a visitar el museo Krőller-Müller, en el Parque Nacional Hoge Veluwe. Esta parte de Holanda tiene una belleza especial: bosques de pinos y zonas amplias con una gran diversidad de animales y plantas. El museo tiene una de las colecciones particulares más grande del mundo de la obra de Van Gogh. Desde la entrada del parque hasta el museo se puede llegar en coche y ¡cómo no¡ en bicicleta, a través de tres rutas trazadas que tienen diferente extensión. El museo tiene a disposición del visitante 1700 bicicletas de color blanco. Así que no hace falta decir mucho más: ¡Ya me lo estaba viendo venir! ... Escogimos, no, ellos escogieron, en hacer el recorrido en bicicleta. No tuve más remedio que hacerme fuerte y confesar: ¡no me he subido nunca en una bicicleta! Y ahí me vi yo haciendo de "paquete", cosa que también da problemas: tienes que subir en marcha, de un salto, y tratar de mantener el equilibrio con desenvoltura y elegancia. No sé a que altura quedó lo elegante y desenvuelto de mi estilo, pero el equilibrio lo conseguí y es que no me quedaba otro remedio.

Para los holandeses –que ya se deslizan sobre ruedas casi antes de saber andar- la bicicleta es el medio normal de transporte. La frecuencia con que hacen uso de ella, la práctica, el desprecio de las condiciones del tiempo, fueron las características que más me llamaron la atención al llegar. He visto madres en bici, cargadas con uno o dos niños, con bolsas de compras colgando del manillar, tirando de la correa del perro; estudiantes, mayores que van a su trabajo. Todos hacen uso de este transporte sin importarles hielo, nieve, vendavales, lluvia, que de todo abunda en esta tierra. Si hubiera sabido que este país iba a ser el lugar de mi residencia, hubiera tomando lecciones prácticas antes de venir porque ... ¿hay algo más penoso que vivir en Holanda y no saber cómo se maneja? El caso es que a veces, y sólo en verano cuando el tiempo se muestra más complaciente, siento ese impulso de pasear en bicicleta a lo largo de los canales como una holandesa más. Pero desgraciadamente ese buen tiempo dura poco aquí en Holanda y entonces, cuando llueve o se levanta ese viento fuerte del norte, es cuando más contenta me siento de que me he decidido por el coche.

La visita al museo resultó un éxito. El parque con 5500 hectáreas es uno de los más grandes de Holanda y mostró su carácter atractivo e interesante que le caracteriza desde sus orígenes a principios del siglo XX, pero quizás fue el frío el que hizo que ninguno de los ciervos, corzos, jabalís y todos los demás habitantes del terreno se dejaran ver durante el recorrido, que terminó siendo una experiencia curiosa para mi. De lo que no hay duda es que és ésta, montar en bicicleta, una de las asignaturas que aun tengo pendiente de aprobar.

La pintura holandesa



¡De nuevo es Navidad! Qué destreza muestra el tiempo no dejándose detener, pero no
es esto lo que pretendo. Yo sólo guardo momentos de importancia y todo aquello que se puede dejar para más tarde. En esos días de grises desconsolados nada es mejor que ir recuperando algunas de las imágenes de amor y hábito, inseguridad y renuncias, sonrisas, y palabras para acallar añoranzas: estampas que llenan el silencio dejado por los hijos en cada habitación de la casa. Una colección de íntimos instantes ordenados por fechas y nombres me lleva de nuevo a la encrucijada de aquellos años, cuando escogí este lienzo acuarelado y de aguas permanentes, con cielos que añoran el azul. Fue el comienzo incierto entre símbolos y tradiciones hasta acercarme a la cultura del país. Necesité conocer sus raíces y la herencia que le dejó el tiempo para comprender el carácter de la tierra y de su gente. Seguí la historia desde la literatura y escuché a sus personajes, compartiendo su lengua: ya no son desconocidas para mí ninguna de sus corrientes, ni los que las escribieron, y no se me hizo difícil dejarme guiar por el conocimiento que profesaban. Ellos me llevaron al origen de un común pasado hasta entender la vida tal como es aquí. Quizás sea ese enlace lo que dió carácter a un pueblo que tuvo que luchar contra una leyenda que tiene más de un color. Yo he dejado atrás todo prejuicio y ahora esta historia también me pertenece.

Sin embargo ha sido la pintura la que dejó huellas indelebles en mi relación con esta tierra de navegantes. A través de ella he conocido aspectos de la vida y la cultura, la sensibilidad y el hechizo que tienen estos paisajes dominados por líneas horizontales. A diferencia con la literatura –con sus reglas y normas- la pintura traza los contornos y deja que sea yo quien ponga las palabras. No exige gramática, ni ortografía. La pintura ... ¡ah, la pintura! ... ella es la que me ha seducido con sus volúmenes, pigmentos, brillos, telas y óleos, con su estilo poético –casi amoroso- con que tratan los pintores estos espacios de brumas y luces transparentes: cielos como los de Jacob Ruysdael, que se hacen agua con toques de algodón, el carácter elegante y cauto del frío en el paisaje de Jan van Goyen, en una naturaleza de horizontes extensos. También Jan Vermeer, que expresa lo cotidiano de sus personajes con una reconocida delicadeza en sus retratos. En la pintura de ese siglo de oro se reflejan los comportamientos de una sociedad dividida por sublevaciones y pactos de paz: el norte holandés, calvinista y poco dado a la exuberancia y el católico Flandes que se relaciona con la burguesía y su adhesión a la monarquía española. Dos zonas, dos tendencias, y dos pintores más: Rubens como figura dominante del barroco, y del que se puede admirar su elegancia y distinción en su Autoretrato con Isabelle Brant, su mujer. Y Rembrandt, que también mostró que sabía lo que era elegancia en su obra ″La novia judía″, una de mis pinturas favoritas.

Decía el poeta Horacio que una pintura es un poema sin palabras. Yo me acojo a la intimidad de esa visión poética de líneas, técnica, y símbolos hasta adentrarme en la historia, fascinada por las formas y el color. Esa historia que despierta y se hace aliada con el tiempo -que ya no tiene prisa y que hasta parece deternerse- para hacerme más fácil su aceptación.

Biberones, pañales y otras cosas



No fui muy aplicada a la hora de traer niños al mundo y necesité unos diez años para conseguir tres. Pero llegaron, y fueron llenando las estancias vacias de pasos y sonidos, de risas y juegos, desorden, canciones y cuentos, y de palabras que necesitaban traducción. Ellos, los niños, me acercaron las tradiciones y costumbres desde otras perspectivas. Los horarios, las comidas, las fiestas de cumpleaños, la de San Nicolás, la Navidad, todo con un carácter diferente a lo que yo había vivido en mi infancia. La bicicleta, el trineo, los patines para el hielo –que tuvieron nada más que casi cuando pudieron andar- fueron símbolos que acentuaban esa diferencia. A veces me parecía ver en los ojos de mis hijos una ráfaga, un gesto que despertaba mis nostalgias de lo que había dejado, pero tenía poco tiempo y mucho para hacer, llevarlos al colegio, recoger la casa, preparar la comida, incorporándome así a la vida de cada día.

Los años ochenta fue nuestra década prodigiosa. Habíamos dejado de deambular por las diferentes geografías, reconciliando lo ausente con la seguridad cotidiana. Vivímos un tiempo de cambios y contrastes, procurando mantener un equilibrio entre mis raíces –que también les pertenecían- y su propia identidad. Los niños crecían, tenían amigos, estudiaban, y hacían preguntas sobre una España que coleccionaba autonomías y empezaba a creer en la democracia, aunque existiera más de un Tejero que querían hacerla fracasar. Hubo momentos de inquietud y malas noches, primeras comuniones y lecciones de natación, asignaturas pendientes y cursos aprobados, y cada año terminaba para nosotros cuando hacíamos las maletas para salir de vacaciones hacia el sur. Pero esto es otra historia con sus propios capítulos que espera el espacio y el tiempo para darse a conocer. Lo que tengo ahora son fotos que muestran el contorno preciso de aquellos años, y en el armario unas muñecas de mis dos hijas y el tren -al que le faltan unas ruedas- de mi hijo mayor.

Familia








Ahora, cuando vuelvo la mirada hacia esos años, salen a mi encuentro imágenes con los gestos precisos y un extra a entusiasmo y confianza en lo que íbamos consiguiendo. Todavía quedaba por poner cada cosa en su sitio, establecer un orden, pero las bases estaban trazadas. Ya teníamos casa, mi marido un trabajo, y yo empezaba a contar los días que faltaban para que llegara nuestro primer hijo, pero antes mi meta era sobrevivir aquel invierno en Holanda.

Recuerdo nuestra llegada a Deventer, bastante gris en la humedad de la sesión. Una ciudad de iglesias acentuadas de torres, un río activo y bien provisto de agua, y una historia que le da empaque y aristocracia. Pero esto lo conocería después, de momento aprendí a convivir con lo que era el frío verdadero: hielo en las ventanas, los canales congelados y el patinaje sobre hielo natural. Y nieve, pero no la que cae en el campo o en la montaña, sino cerca, en la acera de casa, en el jardín. Me sorprendió su silencio y su luz. Todo esto era nuevo para mí, la ciudad, la gente, el clima, y el bebé que cada vez se hacía más presente.

Lo primero fue enfrentarme a la idea de lo que en Holanda es tradición: el parto en casa y -si todo va bien- no pasar ni siquiera por las manos de un ginecólogo. ¡Había tanto que me resultaba extraño! Deseé tener a mi madre más cerca en esa espera prolongada, pero Málaga se sentía lejos en aquel tiempo. Quise hacer mías unas costumbres y observar comportamientos que mezclaba con la añoranza de las cosas que dejé, de mi gente, del mar. Me adapté al horario y a las comidas, a las noches largas del invierno. Tuve una lucha intensa con el idioma hasta poder seguir la prensa y la televisión. Y así, mientras íbamos pensando en el nombre que le pondríamos al niño, fueron alargándose los días, cambió el color, el paisaje se hizo alegre y mostró amabilidad. Hubo de nuevo vida.
Todo estaba dispuesto, teníamos las cosas precisas. El día 1 de julio nació nuestro primer hijo, Rafael. Y fue en ese momento, cuando lo tuve en los brazos, cuando me sentí verdaderamente en casa, entonces fue cuando Holanda se hizo mi hogar. Sí, ahora mientras escribo retornan las imágenes con el aroma recobrado del tiempo, y se llena mi mirada con la memoria de entonces. Vuelven las palabras y el tacto, la ternura, dando forma a una historia que era necesaria y que buscaba el equilibrio. No hay límites ni fatigas, sólo descansaré unos momentos para seguir después escuchando lo que ella me tenga que decir.

Permiso de residencia



Esta vez llegué a Holanda para quedarme, un país que tenía un orden establecido en las líneas que marcaban el paisaje, y una tradición de normas y valores que se remontaban al pasado de su historia. Ahora, desde la distancia a la que me ha llevado el tiempo, tengo que reconocer que no tuvimos una relación equilibrada: yo perdí la cabeza desde el primer momento por las tonalidades de su luz y la amabilidad de una naturaleza dominada, y ella calló, demoró el decirme que aquel era sólo el carácter de alguno de sus veranos.

Después de conseguír el permiso oficial para residir en Holanda, escogimos Rotterdam –ciudad con un puerto que sueña con el mar- para ser testigo de cómo íbamos venciendo cada una de nuestras zozobras. Fue allí donde conocí la forma de vivir y el pensar reservado de los holandeses, donde empecé a ejercitarme en su cocina fácil y sin mucha imaginación, pero ante todo allí creció mi relación con un lenguaje que sigue siendo despiadado con mi garganta. Vivíamos de las esperanzas anteriormente reservadas, pues lo que se nos negaba un día, podía ser una promesa al siguiente. El tiempo tiene esas sorpresas.

Rotterdam es una ciudad introvertida y cercana al gris, que exterioriza su sentir con una conducta comedida, pero en aquel verano del 75 dejaba oír los ecos tumultuosos que llegaban del sur: huelgas, censura, represión, los últimos estertores de Franco que aún tuvo ocasión de firmar cinco condenas a muerte en septiembre. Hubo manifestaciones, y un primer ministro del país que aconsejaba a la gente que evitara pasar las vacaciones en España. En octubre vi caer la nieve –lo que me hizo presentir cómo se comportaban los inviernos holandeses- conocí gente, fui a clases para aprender el idioma, la ciudad poco a poco se hacía familiar. Era como ir colocando en su sitio cada pieza de un puzzle. Y por fin en noviembre ese anhelado trabajo que buscaba mi marido, que coincidió con la muerte de quien llevaba ya días sin vida.
Empezaba una transición: el destino era Deventer y exigia una incorporación de inmediato. Yo no tuve más remedio que quedarme a esperar hasta que mi holandés encontrara una casa. En esta ocacasión no podía hablar de soledad: una nueva vida se había anunciado ya para después de nueve meses.

La espera




Mientras escribo vuelven las imágenes de aquellas Navidades que fueron tan distintas para mí: conocí lo que es realmente el frío y viví de otra manera las fiestas, sin panderetas ni zambombas, sin turrones. Tampoco hubo uvas en Nochevieja. A cambio tuve otras experiencias, otra manera de estar en familia y otro ambiente. El año 1975 lo recibimos con fuegos artificiales en la calle, pero el frío siguió sin gustarme. Días fuera de la rutina y que ayudaron a no olvidar que teníamos ilusiones.

El tiempo del que disponíamos terminaba. Había llegado el momento de establecer condiciones y enfrentarnos a una vida que no estaba siendo la que habíamos planeado. Tendríamos que acomodarnos a los límites que imponían las circunstancias. También en Holanda el futuro era hermético, pero estábamos seguro de que sería más fácil combatirlo sabiendo de nombres y puntos de referencias, y mi marido conocía las reglas y secciones de su país. De esta forma establecimos enfrentarnos a ese futuro esquivo en su propio espacio y no perseguir más imposibles, pero yo regresé otra vez a Málaga donde me esperaba el trabajo y la casa de mis padres para combatir la soledad.

No fue un tiempo fácil. Lo cotidiano del trabajo llenaba mis días huérfanos de amaneceres y caricias. Me costaba adaptarme al nuevo órden de cosas limitadas por la ausencia. A mi alrededor estaba todo tenso, una inmovilidad aparente marcaba el temor a una memoria despierta, sin embargo la vida seguía siendo la protagonista: había quien proponía que "sacáramos el güisqui y organizáramos guateques", pero esto era sólo una canción. La realidad estaba en otros temas: Umbral ganaba el premio Nadal y Holanda se hacía con el primer premio en el festival de Eurovisión, la censura estaba aún presente en "el caso Montalván", y el mes de mayo se termina con los sucesos en Montejurra. No se presentaba un panorama muy esperanzador ...

A veces se necesita correr riesgos para sobrevivir entre tantas imágenes quebradas, y aceptar el reto de un futuro que yo no quería dejarme arrebatar. Las armas para librar esta última batalla las poseía yo. De nuevo me ví hacíendo las maletas, esta vez llevaba en ellas toda mi vida.

Cambios




Olvidé que es el destino el que pronuncia siempre la última palabra, y fueron aquellas Navidades las últimas que pasé en España durante mucho tiempo. Pero esto aún no lo sabía yo cuando llegó mi marido a Málaga con su título en el bolsillo y con trabajo. Por fin podríamos empezar a sentirnos verdaderamente casados. Además mi padre abandonó el silencio y se decantó por la tregua con una pretendida generosidad: había ya en proyecto otra boda en casa, y esta vez sí llegaría él hasta el altar.

Nosotros seguíamos aquellos días aprendiendo de nuestra recién estrenada dualidad, adaptando nuestros acentos al camino que empezábamos a recorrer con las promesas de paz y felicidad para este año 1974. Enero fue plácido en Málaga, exceptuando el despertar de una mañana con las gasolineras colapsadas al anunciarse cuatro pesetas de subida al ya preciado líquido. Se habían recuperado las palabras perdidas con el atentado a Carrero y ahora se empezaban a oír algunas del gobierno sobre reformas, pero estas no llegarían a ver la luz. Antes llegó marzo y le quitaron la vida a Salvador Puig de la manera más cruel. En abril nuestros vecinos hacieron la revolución del clavel, y la enfermedad de Franco no tuvo el final que todos deseábamos. España no iba bien, y la empresa holandesa cierra sus puertas: mi marido se quedó sin trabajo. Mientras tanto seguía Peret dicíendote que cantes y seas felíz....

Con el cambio de horarios tuvimos encima el calor. Preveíamos dilemas y desalientos, pero no queríamos dejarnos vencer por esa realidad no prevista. Nos seguían ilusionando las noches transparentes y los amaneceres. Cerca de casa teníamos el mar. Por las mañanas nos despertábamos con el ir y venir de las gaviotas y el rumor de las jábegas que regresaban de la pesca. Fue el verano en el que la "La Naranja Mecánica" -con Cruyff a la cabeza- se dejó arrebatar la Copa Mundial. Sí, recuerdo aquel verano como algo con un cierto abandono, entre mis quehaceres diarios y mi trabajo, inmóvil en el tiempo que pasó.

Algo más tarde se cerraba el círculo con la llegada de la Navidad. Para celebrar esta pausa anticipada de las resoluciones que tendríamos que tomar, decidimos pasarlas en Holanda. Nada me hacía presagiar que en los veinte y cinco años siguientes sólo en una ocasión celebraría las Navidades en mi tierra.

La boda



Llegué a Holanda con mi tenacidad acorralada por incertidumbres. Era consciente que dejaba atrás una historia de voluntades quebradas y sin terminar. Lo primero que me sorprendió fue la naturaleza con su ordenado y uniforme trazado, la luz del cielo, los colores. Tuve la suerte de encontrarme con un día limpio que dejaba ver desde el aire lo horizontal del espacio. Todo era diferente pero no extraño, y empecé a poner nombre a cada uno de los trámites, a cada rostro, a cada voz.

Unos días después me casé y no me llevó mi padre del brazo. Asumí las circunstancias y los olvidos, pero sentí el necesario reclamo de los que no estaban. Tuve dos meses para recorrer el país, que me dio la imagen equivocada de lo que no suelen ser los veranos en Holanda: días luminosos y cielos azul-en-blanco. Eso me hizo comprender a los maestros flamencos que captaban el paisaje a través de un espacio abierto para darnos sensación de amplitud. Admiré museos y visité molinos. Pasé por lugares y comprendí sus costumbres y siempre vi esa disposición al orden, en el agua mantenida en su sitio por canales y diques, en las casas que no se salen de lo lineal, en los jardines disciplinados, hasta las vacas siempre mirando hacia la misma dirección.

Septiembre trajo el otoño y mi vuelta a Málaga. El fin de carrera se hizo esperar y a mi me esperaba el trabajo, y ambos –mi flamante marido y yo- dejamos que los sueños de compartir la vida esperaran un poquito más. Yo regresé y volví a ser hija de familia manteniendo el horario de no volver después de las diez. Los días se hicieron invariables pero yo seguí creyendo en ese amanecer que me prometía Jaime Morey en su canción. Pero no todo fue rutina y vuelta de hojas del calendario: fui el cine, al teatro, salí con amigas y amigos, trabajé. Mataron a Carrero Blanco y Carlos Arias fue presidente por decisión familiar. Así, con los ánimos un poco revueltos, llegamos otra vez a las fiestas de Navidad y al comienzo de un año nuevo que yo esperaba que fuera para mí nuevo de verdad.


El compromiso



Por fin llegaban las Navidades, pero esta vez algo me decía que yo no iba a estar en Madrid como en años anteriores. Era ya una costumbre que todos conocían muy bien: en estas fechas pasaba siempre unas semanas con mis tíos. Su casa cerca de la Castellana y Serrano me ofrecía inmensas posibilidades que aprovechaba para salir a teatros, cines, museos, guateques y -¡cómo no!- El Corte Inglés y también Galerias Preciados. Sin embargo ahora sería diferente. Después de que el verano acabó y pusimos fin a las lecciones, las cartas fueron nuestro único contacto hasta que recibí la que me anunciaba su llegada. Y así pasó que esas Navidades cambié el reloj de la Puerta del Sol por una promesa de compromiso.

Empezó enero y yo volví a quedarme sola. Mientras mi holandés seguía los últimos pasos de su carrera yo intentaba hacer comprender a mi padre que no sería Málaga el sitio elegido para mi boda. España entraba en crisis y yo también la sufrí. La autoridad paterna se regía por un gobierno dictatorial que no admitía conversaciones. Sus leyes eran: de casa no se sale como no sea del brazo de tu padre y de blanco. De poco me sirvió que ese año bajara la mayoría de edad de la mujer de 25 a 21 años. ¡En casa no se votaba! La situación era tensa. Franco nombra por primera vez un presidente de gobierno, la guerra de Vietnam llega a su fin, el petróleo se hace escaso ... ¡palabras, palabras, palabras! ...

En el estrépito de aquellos días me refugié en las letras, y los meses me fueron llenando de tiempo y cartas que me presentaban el futuro en una dimensión diferente. Mientras tanto, entre mi padre y yo, los argumentos erosionaban el sentir y me hacían olvidar mis imágenes de niña dejando trazos de soledad desconcertada entre nosotros. No hubo tregua, la fecha quedó fijada para el 28 de junio. Unos días antes volaba con mi madre hacia Holanda, a bordo nos acompañaba "Eres tú" de Mocedadades.

El comienzo

Todo empezó en el verano del 72. Había ganado Vicky Leandros el Festival de Eurovisión y Fórmula V subía en las listas de éxito anunciando lo bueno del verano. En la costa, las suecas hacían su agosto entre los españolitos de a pie. Todo normal, nada hacía presagiar que este año daría a muchos un giro en sus vidas.

Yo trabajaba en una empresa constructora como secretaria de dirección. Acababa de estrenar un despacho, con el descubrimiento sensacional del momento: una computadora austera y bastante descomunal que pretendía aliviarme el trabajo y, para rematar la decoración, me colocaron un aparatoso fax, de líneas maduras y con mucho ruido.

Desde hacía varios años la empresa participaba en un intercambio internacional de estudiantes universitarios en periódo de prácticas. Después de haber dado esta posibilidad a un americano –muy preocupado por su inminente envío a Vietnam- este año nos tocaba en suerte uno de los Países Bajos, que entonces daba la sensación de estar más lejos que hoy. Yo, de Holanda sabía poco y mal: nieves, quesos, zuecos, y –de oídas- que Amsterdam era una ciudad perversa donde existía un puro libertinaje.

La llegada de un estudiante de arquitectura y, según constaba, soltero, despertó la curiosidad entre las compañeras de la oficina, pero de algo debía valerme estar cerca de la Dirección como para no aprovecharme de sus ventajas: fui yo quien se dedicó al holandés y le puse al tanto de todo lo que debía interesarle. No me extenderé en detalles sobre las lecciones, pero fueron variadas y didácticas. Él me contó de su país y yo le hablé de Gibraltar, le hice ver que el mar más azul está en el sur, le dí a conocer el ambiente de la Feria, le instruí en el lenguaje y, al igual que Jaime Morey en su canción, yo también le hablé de un lugar que brillaba más cuando amanece.

En nuestro pequeño mundo de entonces la vida siguió. El conservatorio de Málaga adquirió el rango universitario, por vez primera una mujer llegó a la alcaldía de un ayuntamiento malagueño. El Lute fue herido en Cártama. La ruleta del tiempo seguía imparable. Hubo que enfrentarse a lo duro de una realidad sin preguntas ni promesas. Las vacaciones llegaban a su fin y empezaban a sentirse los últimos coletazos del gobierno a un año de Carrero Blanco. Todavía nos quedaba sufrir la tragedia de un septiembre negro en Munich. Todo me hacía ver que el verano se estaba cobrando sus divisas.