lunes, 30 de junio de 2008

La nacionalidad holandesa


Las campanas no tocaron por mí, ni tampoco se vistió de gala la ciudad que ya conozco desde tanto tiempo, pero el alcalde sí me felicitó al entregarme, con un leve tinte oficial y de una manera eficiente, mi nueva nacionalidad. Desde ahora puedo escoger cuándo quiero ir por la vida como holandesa o como española. ¿Ventajas? No más de las que ya tenía al casarme con un holandés, si exceptuamos el poder votar que como extranjera me estaba vetado. La única concesión exigida para tener derecho "a los papeles" era el llevar a buen fin el proceso de integración: dominar el idioma y tener conocimiento de lo que es Holanda y las costumbres y modo de vivir, cosa que –después de más de treinta años de estar aquí- tengo más que trillado.

Sin embargo, ya no es todo como era en el tiempo en que yo llegué a este país conocido por su lucha contra el agua, por los canales y lluvias, por sus molinos y pintores. Aunque en el fondo siga siendo el mismo, poco a poco voy viendo desaparecer la Holanda que conocí durante mis primeros años, diferente y llena de sorpresas, mientras que ahora hace gala de una imagen menos concreta pero más reconocible en el diversificado color y lengua de su gente. Todavía se encuentran algunos de esos holandeses de una galleta en el café, el drop*, la croqueta y el prakje*, pero es la mayoría la que conjuga en el presente su historia, y extiende con precaución sus límites ante las nuevas tendencias de los que empiezan un camino en esta geografía aún desconocida para ellos.

Todos los comienzos son difíciles, todos los caminos tienen un destino. Para alcanzarlo se recorren no sólo tramos embarrados de complicado alcance, sino también amplios senderos y fructíferos campos de sueños llenos de vida -todo un caminar estratégico- mientras se memorizan nombres, lugares, costumbres, situaciones. Así, después de haber superado los tramos proyectados, después de conocer los comportamientos, de entender el carácter, después de formar parte de un todo, un día te despiertas despojado de prejuicios y ya no sientes lejano el paisaje, ni te pone límites el idioma. Estás en casa, y se te hace difícil abandonar el regazo familar de lo que para muchos es su tierra prometida, sin que por esto olvides que es en otra donde está tu verdadera identidad. Reconocerlo puede que te haga entrar en conflicto, pero esto ya pertenece a otra historia.

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