domingo, 29 de junio de 2008

Biberones, pañales y otras cosas



No fui muy aplicada a la hora de traer niños al mundo y necesité unos diez años para conseguir tres. Pero llegaron, y fueron llenando las estancias vacias de pasos y sonidos, de risas y juegos, desorden, canciones y cuentos, y de palabras que necesitaban traducción. Ellos, los niños, me acercaron las tradiciones y costumbres desde otras perspectivas. Los horarios, las comidas, las fiestas de cumpleaños, la de San Nicolás, la Navidad, todo con un carácter diferente a lo que yo había vivido en mi infancia. La bicicleta, el trineo, los patines para el hielo –que tuvieron nada más que casi cuando pudieron andar- fueron símbolos que acentuaban esa diferencia. A veces me parecía ver en los ojos de mis hijos una ráfaga, un gesto que despertaba mis nostalgias de lo que había dejado, pero tenía poco tiempo y mucho para hacer, llevarlos al colegio, recoger la casa, preparar la comida, incorporándome así a la vida de cada día.

Los años ochenta fue nuestra década prodigiosa. Habíamos dejado de deambular por las diferentes geografías, reconciliando lo ausente con la seguridad cotidiana. Vivímos un tiempo de cambios y contrastes, procurando mantener un equilibrio entre mis raíces –que también les pertenecían- y su propia identidad. Los niños crecían, tenían amigos, estudiaban, y hacían preguntas sobre una España que coleccionaba autonomías y empezaba a creer en la democracia, aunque existiera más de un Tejero que querían hacerla fracasar. Hubo momentos de inquietud y malas noches, primeras comuniones y lecciones de natación, asignaturas pendientes y cursos aprobados, y cada año terminaba para nosotros cuando hacíamos las maletas para salir de vacaciones hacia el sur. Pero esto es otra historia con sus propios capítulos que espera el espacio y el tiempo para darse a conocer. Lo que tengo ahora son fotos que muestran el contorno preciso de aquellos años, y en el armario unas muñecas de mis dos hijas y el tren -al que le faltan unas ruedas- de mi hijo mayor.

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