domingo, 29 de junio de 2008

La pintura holandesa



¡De nuevo es Navidad! Qué destreza muestra el tiempo no dejándose detener, pero no
es esto lo que pretendo. Yo sólo guardo momentos de importancia y todo aquello que se puede dejar para más tarde. En esos días de grises desconsolados nada es mejor que ir recuperando algunas de las imágenes de amor y hábito, inseguridad y renuncias, sonrisas, y palabras para acallar añoranzas: estampas que llenan el silencio dejado por los hijos en cada habitación de la casa. Una colección de íntimos instantes ordenados por fechas y nombres me lleva de nuevo a la encrucijada de aquellos años, cuando escogí este lienzo acuarelado y de aguas permanentes, con cielos que añoran el azul. Fue el comienzo incierto entre símbolos y tradiciones hasta acercarme a la cultura del país. Necesité conocer sus raíces y la herencia que le dejó el tiempo para comprender el carácter de la tierra y de su gente. Seguí la historia desde la literatura y escuché a sus personajes, compartiendo su lengua: ya no son desconocidas para mí ninguna de sus corrientes, ni los que las escribieron, y no se me hizo difícil dejarme guiar por el conocimiento que profesaban. Ellos me llevaron al origen de un común pasado hasta entender la vida tal como es aquí. Quizás sea ese enlace lo que dió carácter a un pueblo que tuvo que luchar contra una leyenda que tiene más de un color. Yo he dejado atrás todo prejuicio y ahora esta historia también me pertenece.

Sin embargo ha sido la pintura la que dejó huellas indelebles en mi relación con esta tierra de navegantes. A través de ella he conocido aspectos de la vida y la cultura, la sensibilidad y el hechizo que tienen estos paisajes dominados por líneas horizontales. A diferencia con la literatura –con sus reglas y normas- la pintura traza los contornos y deja que sea yo quien ponga las palabras. No exige gramática, ni ortografía. La pintura ... ¡ah, la pintura! ... ella es la que me ha seducido con sus volúmenes, pigmentos, brillos, telas y óleos, con su estilo poético –casi amoroso- con que tratan los pintores estos espacios de brumas y luces transparentes: cielos como los de Jacob Ruysdael, que se hacen agua con toques de algodón, el carácter elegante y cauto del frío en el paisaje de Jan van Goyen, en una naturaleza de horizontes extensos. También Jan Vermeer, que expresa lo cotidiano de sus personajes con una reconocida delicadeza en sus retratos. En la pintura de ese siglo de oro se reflejan los comportamientos de una sociedad dividida por sublevaciones y pactos de paz: el norte holandés, calvinista y poco dado a la exuberancia y el católico Flandes que se relaciona con la burguesía y su adhesión a la monarquía española. Dos zonas, dos tendencias, y dos pintores más: Rubens como figura dominante del barroco, y del que se puede admirar su elegancia y distinción en su Autoretrato con Isabelle Brant, su mujer. Y Rembrandt, que también mostró que sabía lo que era elegancia en su obra ″La novia judía″, una de mis pinturas favoritas.

Decía el poeta Horacio que una pintura es un poema sin palabras. Yo me acojo a la intimidad de esa visión poética de líneas, técnica, y símbolos hasta adentrarme en la historia, fascinada por las formas y el color. Esa historia que despierta y se hace aliada con el tiempo -que ya no tiene prisa y que hasta parece deternerse- para hacerme más fácil su aceptación.

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