domingo, 29 de junio de 2008

Permiso de residencia



Esta vez llegué a Holanda para quedarme, un país que tenía un orden establecido en las líneas que marcaban el paisaje, y una tradición de normas y valores que se remontaban al pasado de su historia. Ahora, desde la distancia a la que me ha llevado el tiempo, tengo que reconocer que no tuvimos una relación equilibrada: yo perdí la cabeza desde el primer momento por las tonalidades de su luz y la amabilidad de una naturaleza dominada, y ella calló, demoró el decirme que aquel era sólo el carácter de alguno de sus veranos.

Después de conseguír el permiso oficial para residir en Holanda, escogimos Rotterdam –ciudad con un puerto que sueña con el mar- para ser testigo de cómo íbamos venciendo cada una de nuestras zozobras. Fue allí donde conocí la forma de vivir y el pensar reservado de los holandeses, donde empecé a ejercitarme en su cocina fácil y sin mucha imaginación, pero ante todo allí creció mi relación con un lenguaje que sigue siendo despiadado con mi garganta. Vivíamos de las esperanzas anteriormente reservadas, pues lo que se nos negaba un día, podía ser una promesa al siguiente. El tiempo tiene esas sorpresas.

Rotterdam es una ciudad introvertida y cercana al gris, que exterioriza su sentir con una conducta comedida, pero en aquel verano del 75 dejaba oír los ecos tumultuosos que llegaban del sur: huelgas, censura, represión, los últimos estertores de Franco que aún tuvo ocasión de firmar cinco condenas a muerte en septiembre. Hubo manifestaciones, y un primer ministro del país que aconsejaba a la gente que evitara pasar las vacaciones en España. En octubre vi caer la nieve –lo que me hizo presentir cómo se comportaban los inviernos holandeses- conocí gente, fui a clases para aprender el idioma, la ciudad poco a poco se hacía familiar. Era como ir colocando en su sitio cada pieza de un puzzle. Y por fin en noviembre ese anhelado trabajo que buscaba mi marido, que coincidió con la muerte de quien llevaba ya días sin vida.
Empezaba una transición: el destino era Deventer y exigia una incorporación de inmediato. Yo no tuve más remedio que quedarme a esperar hasta que mi holandés encontrara una casa. En esta ocacasión no podía hablar de soledad: una nueva vida se había anunciado ya para después de nueve meses.

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