domingo, 29 de junio de 2008

Familia








Ahora, cuando vuelvo la mirada hacia esos años, salen a mi encuentro imágenes con los gestos precisos y un extra a entusiasmo y confianza en lo que íbamos consiguiendo. Todavía quedaba por poner cada cosa en su sitio, establecer un orden, pero las bases estaban trazadas. Ya teníamos casa, mi marido un trabajo, y yo empezaba a contar los días que faltaban para que llegara nuestro primer hijo, pero antes mi meta era sobrevivir aquel invierno en Holanda.

Recuerdo nuestra llegada a Deventer, bastante gris en la humedad de la sesión. Una ciudad de iglesias acentuadas de torres, un río activo y bien provisto de agua, y una historia que le da empaque y aristocracia. Pero esto lo conocería después, de momento aprendí a convivir con lo que era el frío verdadero: hielo en las ventanas, los canales congelados y el patinaje sobre hielo natural. Y nieve, pero no la que cae en el campo o en la montaña, sino cerca, en la acera de casa, en el jardín. Me sorprendió su silencio y su luz. Todo esto era nuevo para mí, la ciudad, la gente, el clima, y el bebé que cada vez se hacía más presente.

Lo primero fue enfrentarme a la idea de lo que en Holanda es tradición: el parto en casa y -si todo va bien- no pasar ni siquiera por las manos de un ginecólogo. ¡Había tanto que me resultaba extraño! Deseé tener a mi madre más cerca en esa espera prolongada, pero Málaga se sentía lejos en aquel tiempo. Quise hacer mías unas costumbres y observar comportamientos que mezclaba con la añoranza de las cosas que dejé, de mi gente, del mar. Me adapté al horario y a las comidas, a las noches largas del invierno. Tuve una lucha intensa con el idioma hasta poder seguir la prensa y la televisión. Y así, mientras íbamos pensando en el nombre que le pondríamos al niño, fueron alargándose los días, cambió el color, el paisaje se hizo alegre y mostró amabilidad. Hubo de nuevo vida.
Todo estaba dispuesto, teníamos las cosas precisas. El día 1 de julio nació nuestro primer hijo, Rafael. Y fue en ese momento, cuando lo tuve en los brazos, cuando me sentí verdaderamente en casa, entonces fue cuando Holanda se hizo mi hogar. Sí, ahora mientras escribo retornan las imágenes con el aroma recobrado del tiempo, y se llena mi mirada con la memoria de entonces. Vuelven las palabras y el tacto, la ternura, dando forma a una historia que era necesaria y que buscaba el equilibrio. No hay límites ni fatigas, sólo descansaré unos momentos para seguir después escuchando lo que ella me tenga que decir.

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